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Magá respira

Magá respira
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  • Publishedabril 23, 2024

Por Miguel SOLANO

Chipo, que en el lenguaje de unos muy antiguos ancestros significa “mi valor ha llegado ” fue el nombre que Magá le dió a su gallo pinto.

Magá nació y se crió en un barrio de San Juan de la Maguana, en un lugar donde quien controla el tiempo, el espacio y los suspiros son los gallos, quienes con sus cantos determinan los tiempos del fogón.

Pero Magá nunca le había prestado atención. Magá administraba su vida mediante un sueño real: atendía a sus tres vacas, sus dos chivas, sus gallinas, su mujer y su hijo, que todos los días llevaba a la escuela, lo despedía con un beso y la sentencia de que “en San Juan necesitamos ingenieros, buenos ingenieros”.

Ese primero de mayo, como si fuese un recordatorio de que “mataron al chivo” desde que inició la tarde empezó a llover. Aurora cocinó una sopa de gallina y Magá destapó una botella de vino criollo, hecha en San Juan, decía él. El aroma del vivo, el formidable sabor de la sopa y un baño bajo el aguacero hicieron de Magá un burro hechor, a tal punto que los gritos de Aurora se escucharon en el otro barrio.

Durmieron plácidamente y soñaron. En el sueño Dios vino a Magá y le dijo:
— Magá, hijo de mi soplo, comprarás un pollo de calidad, lo criara como si fuese hijo de mi carne y lo llevará a las galleras. Aquella donde mi pollo cante es donde deberá pelearlo y apostar toda tu fortuna.

Cuando Magá se levantó y recordó el sueño en todos sus detalles, tomó en sus manos la tasa de café que la complacida Aurora le brindó con pasión. Pensó en el sueño y no lo entendió. Decidió que debía ir a ver al padre y consultarlo. La iglesia frente a esos fenómenos tiene una sola respuesta:
— Hijo mío, Dios actúa en forma misteriosa.

Magá reunió a todos los chelitos que tenía y salió a comprar su pollo. Cuando llegó a la casa trajo entre sus manos un pollo pinto que en sus picos y en sus espuelas tenía dibujado el control del universo. Magá lo acariciaba y como el burro cuando huele la esencia, lo levantaba hacia el Cielo y le susurraba: “¡E’ aquí Dios, su belleza y su poder!

La devoción por Chipo fue tan enorme que Magá se olvidó, totalmente, de su mujer y su hijo. Aurora empezó a reclamar , pero Magá no le ponía el más mínimo caso, sino que, hablando con Chipo, y como si fuese iluminado por el mismo Dios comentaba:
— Las mujeres pasan demasiado tiempo preocupándose por lo que pensaran otras personas en lugar de vivir con autenticidad.

Alfredito, el hijo, con cuadernos y lápiz en manos, se paró frente a Magá y le reclamó:
— Papi, vámonos.
Pero Magá ni cuenta se dió de su existencia, sino que sin mirarlo le ordenó:
— Vete, Dios te alcance.

Miró a Chipo y trató de explicarse:
— Si Uno no tiene el coraje de escuchar a Dios y hacer lo que realmente quiere hacer y no lo que los demás esperaban de Uno, entonces ni el pico ni las espuelas funcionan, no sirven para nada.

Chipo cantó en forma extraña como queriendo advertir algo, pero Magá le certificó:
— Con los hijos, Chipo, todo, en el fondo, todo tiene mucho que ver con atreverse a ser uno mismo. Y lograr que desarrollen su propia personalidad, puliendo y limando las aristas y los puntos negativos de la misma relación. Así la calidad de las relaciones no se basa en la dependencia ,o en la popularidad, sino en la profundidad y la autenticidad de esas conexiones. Padre e hijo no son solo esenciales como peldaños hacia otras cosas, son una ruta funcional hacia la salud y la felicidad y deben convertirse en fines en sí mismas.

Todo había quedado dicho y todo había quedado hecho. Para romper dudas y mal querencias, Magá topó tres veces a Chipo y aunque tenía las espuelas embotatas, con su descomunal fuerza, mató a sus adversario, que Magá tuvo que pagar. Magá cumplía su pacto con Dios superando a Moisés, Elías y Abraham, cuya envidia, que en los cielos no existía empezó a aparecer. Magá vendió las vacas, las chivas y todo cuanto era posible convertir en plata. Tomó a Chipo y se fue a la gallera elegida. Encontró contrincante. Lo apostó todo. Soltaron los gallos y el adversario de Chipo lo tomó por el buche y le dió un espuelazo, un sólo espuelazo que le traspaso el cerebro. Chipo no tuvo tiempo para patalear: su muerte fue instantánea, como la de un lagarto al que le cortan la cabeza. Magá, sentado en su silla, al ver la escena quedó tieso, totalmente tieso. Y los galleros empezaron a corear:
— ¡Magá, respira, Magá, respira, Magá, espira…!

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