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En un nuevo acto que oscila entre el espectáculo y la provocación, el presidente Donald Trump volvió a ocupar titulares esta semana, tras difundir en sus redes sociales una imagen editada en la que aparece ataviado con la vestimenta papal. La imagen, compartida en su plataforma Truth Social, lo muestra con la mitra, el báculo y la túnica blanca del Sumo Pontífice, irradiando la típica estética mesiánica que ha marcado su narrativa política desde sus días en la Casa Blanca.
El gesto, más que una ocurrencia visual, se inscribe en una larga tradición de simbolismo agresivo que Trump ha utilizado para desafiar instituciones establecidas, provocar reacciones virales y reafirmar su figura como outsider político. En esta ocasión, la provocación apunta hacia una de las instituciones más antiguas y respetadas del mundo: la Iglesia Católica.
La Iglesia, que ha criticado en más de una ocasión las posturas de Trump en temas como la migración, el cambio climático o la justicia social, ha sido blanco indirecto de su desprecio. En 2016, el Papa Francisco cuestionó su política de muros fronterizos diciendo que “quien construye muros y no puentes, no es cristiano”. Trump respondió, como era de esperar, calificando al Papa de “instrumento político de México”.
A este episodio se suma su presencia en el funeral del llamado “Papa Azul” —un título informal atribuido a un líder católico conservador de Estados Unidos—, al que Trump asistió vistiendo un traje azul marino, rompiendo deliberadamente el protocolo diplomático y litúrgico, que dicta vestimenta negra para jefes de Estado y ex mandatarios en ceremonias fúnebres católicas.
Ese gesto, aparentemente menor, fue leído por muchos como una nueva forma de afirmar su individualismo, incluso en un entorno solemne. En política, el lenguaje visual lo es todo, y Trump lo sabe. Elegir un traje azul (color asociado a su movimiento político) en lugar del negro convencional fue interpretado como una declaración de poder personal por encima del rito.
Lo que para otros líderes sería un error de cálculo o una excentricidad aislada, en Trump es parte de una estrategia coherente: dominar el escenario mediante el ruido, romper convenciones, e imponer su imagen por encima del mensaje institucional. Su histrionismo —una mezcla de narcisismo, teatralidad y manipulación mediática— se ha convertido en una herramienta política.
Como señaló el académico estadounidense Jeffrey Alexander, en su obra *The Performance of Politics*, los líderes populistas no solo hacen política: la actúan. En el caso de Trump, esa actuación es permanente, incluso después de dejar el cargo. Su uso de imágenes religiosas, símbolos imperiales o narrativas de persecución forma parte de una escenografía cuidadosamente construida para mantener viva su figura en la imaginación pública.
Esta nueva puesta en escena con atuendo papal no es solo una ofensa a sensibilidades religiosas. Es una jugada diseñada para fortalecer su base —que valora su actitud desafiante— y provocar a sus críticos, obligándolos a reaccionar. Es, en definitiva, el modelo Trump: provocar para polarizar, polarizar para dominar la agenda.
La gran pregunta es hasta cuándo este espectáculo político podrá sostenerse sin consecuencias institucionales más profundas. Porque en un mundo donde la verdad y el protocolo se diluyen entre memes y provocaciones, el daño puede no ser inmediato, pero sí acumulativo.