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Por: Ángel Ruiz-Bazán
Hay una hora silenciosa en la vida de todo gobernante.
Un instante en que los aplausos se apagan…
en que las cámaras se apagan…
y el murmullo constante de la adulación se disuelve en un eco lejano.
Es la hora —inevitable y profunda— de la soledad del poder.
Ningún gobernante, por brillante o poderoso que haya sido, escapa de ella.
Porque el poder, aunque parezca una cima, es en realidad una pendiente.
Y quien ha vivido años en su altura, al descender siente el vértigo de la pérdida y la intemperie del silencio.
El poder y su espejo
Durante el ejercicio del poder, el gobernante vive en un espejo multiplicado.
Cada palabra se repite, cada gesto se magnifica, cada silencio pesa.
Está rodeado de voces, pero pocas son sinceras; de manos extendidas, pero casi ninguna desinteresada.
El poder crea un entorno artificial donde el afecto se confunde con la conveniencia…
y la lealtad con la oportunidad.
Por eso, cuando llega la hora final, cuando el ciclo se agota,
el gobernante empieza a notar algo casi físico:
las voces que antes lo rodeaban se vuelven menos frecuentes,
los saludos menos efusivos,
los pasillos… más silenciosos.
Y en ese silencio, comienza una de las pruebas más duras del alma humana:
verse a sí mismo sin el poder.
La pérdida del yo político
El poder prolongado transforma la identidad.
El gobernante no solo ejerce un cargo: se convierte en su cargo.
Su rutina, sus relaciones, su autoestima… todo gira en torno a esa autoridad.
Por eso, cuando el poder se extingue, el individuo experimenta un vacío existencial.
No sabe quién es sin el título, sin la escolta, sin la corte simbólica que lo acompañaba.
Y ese vacío se parece al duelo.
Porque, en el fondo, el poder también se entierra.
Llega entonces la pregunta más dolorosa:
“¿Dónde están los que me decían que me admiraban?
¿Dónde quedaron los que juraban fidelidad eterna?”
La respuesta, aunque amarga, es simple:
el poder tiene muchos amigos interesados…
y muy pocos amigos verdaderos.
El alejamiento inevitable
Cuando el poder declina, el entorno reacciona con precisión de instinto.
Los que vivían del favor buscan nuevos refugios.
Los que aplaudían con entusiasmo cambian de discurso o de destino.
No lo hacen por maldad: lo hacen por naturaleza.
La política, en su versión más cruda, es un ecosistema de conveniencias.
Mientras el gobernante decide, todos se acercan.
Cuando ya no puede ofrecer puestos, contratos o influencia,
esas mismas personas se alejan con disimulo, o con frialdad.
El poder, entonces, revela su precio:
cuando se apaga, ilumina quién era real y quién fingía luz.
El impacto humano
Después del ruido, llega el silencio.
Después del tumulto, la soledad.
Y ese silencio —que podría ser un descanso— muchas veces se vuelve un abismo.
Ya no hay llamadas cada hora,
ya no hay comitivas ni flashes.
Solo el propio pensamiento y el eco del recuerdo.
El gobernante siente una orfandad profunda, una ausencia que no es física, sino simbólica.
Pierde no solo el poder, sino la razón de su ritmo, el sentido de su jornada.
Algunos intentan resistirse.
Otros se refugian en la amargura.
Y unos pocos —los más sabios— transforman ese silencio en lección.
Porque la soledad del poder no tiene por qué ser un castigo.
Puede ser, si se asume con grandeza, una etapa de madurez y sabiduría.
El entorno que se reacomoda
Desde la sociología, podríamos decir que el poder es una fuerza centrípeta:
atrae mientras se tiene…
y se dispersa cuando se pierde.
Durante el mandato, todo gira alrededor del líder.
Pero cuando el mandato termina, los planetas cambian de órbita.
Lo que antes era corte, se convierte en desierto.
El poder calienta mientras se tiene,
pero quema cuando se apaga.
La moral del poder
Hay, sin embargo, una dimensión más profunda:
la moral.
El gobernante que edificó su liderazgo sobre ideas, sobre justicia, sobre vocación…
sufre menos la soledad.
Porque sus vínculos no nacieron del interés, sino del respeto.
Pero quien basó su fortaleza en privilegios y favores,
ve cómo su entorno se desmorona como arena entre los dedos.
En ese instante, el gobernante se enfrenta a su espejo moral.
Cada decisión tomada —cada promesa, cada abuso, cada gesto justo o injusto—
regresa en la hora del ocaso.
Y el poder, que fue instrumento de mando, se vuelve juez silencioso.
El temor a la irrelevancia
Hay otro miedo, más íntimo: el miedo a no ser necesario.
Después de haber ocupado el centro de la escena,
el ego no sabe vivir en penumbra.
Muchos intentan perpetuarse:
fundan fundaciones, escriben memorias, dan conferencias.
No buscan poder… buscan presencia.
Temen ser olvidados.
Y sin embargo, la verdadera trascendencia no está en seguir mandando,
sino en seguir inspirando.
La soledad como oportunidad
Hay líderes que al final entienden que el poder no se pierde: se transforma.
Que el retiro no es derrota, sino legado.
Que gobernar bien no es aferrarse, sino saber irse con dignidad.
El poder termina.
Pero el ejemplo permanece.
Y esa es la forma más alta de vencer la soledad:
cuando la historia te recuerda por lo que diste, no por lo que tuviste.
La mirada de la sociedad
También la sociedad debe aprender algo:
no basta con glorificar al líder cuando gobierna.
Hay que humanizarlo cuando se va.
Los países maduros honran a sus servidores públicos,
porque entienden que el poder desgasta, pero también entrega.
Que todo gobernante —más allá del cargo— es un ser humano que carga con el peso de decidir por todos.
Reflexión final
La soledad del poder no es el fin del poder.
Es su espejo más honesto.
Es la hora en que el gobernante descubre si sus vínculos eran reales o fingidos,
si su gestión fue trascendente o circunstancial.
Y, tal vez, sea también el instante en que el ser humano renace dentro del político.
Porque solo quien se atreve a estar solo con su conciencia
puede decir que gobernó con el alma.
El poder es un préstamo breve que la historia concede.
Y la soledad, su forma de recordarnos que nadie gobierna para siempre,
pero que sí se puede gobernar con dignidad… hasta el final.
